Back

Resumen de Emile Durkheim en la sociología

Diferenciación e integración

El marco originario del pensamiento de Durkheim está indisolublemente ligado a la consideración del fenómeno de la diferenciación social y a los riesgos, muy reales en su opinión, de anomia social. Su gran mérito radica en haber identificado la modernidad con el proceso de diferenciación social y, especialmente, en haber buscado en dicho proceso la solución a los problemas de integración propios de una sociedad moderna. Esta confianza es tanto más sorprendente si consideramos que, como muchos antes y después de él, Durkheim también estaba convencido de vivir en una fase de transición «donde la moral tradicional es desestabilizada, sin que ninguna otra se haya formado para ocupar su lugar». Por ello, desde el comienzo, su problema principal será la relación entre el individuo y el grupo social, una problemática que le permite destacar tanto el carácter específico de la realidad social como las dimensiones voluntaristas presentes en los individuos.

La diferenciación social

Para Durkheim, la división del trabajo social es una fuente importante, si no central, en el análisis de la diferenciación estructural de las sociedades modernas. Esta noción trasciende el mero ámbito económico, ya que abarca todas las formas de especialización de las funciones sociales. «La división del trabajo no es exclusiva del mundo económico; se puede observar su influencia creciente en las regiones más diversas de la sociedad. Las funciones políticas, administrativas, judiciales se especializan cada vez más. Lo mismo ocurre con las funciones artísticas y científicas.» La división del trabajo es una forma particular de un proceso más general que se puede identificar con el movimiento de fondo propio de la modernización. Por muy importante que sea, no es la única causa directa de la diferenciación estructural en todos los campos de la vida social. Su verdadera importancia radica en ser «la fuente, si no única, al menos principal de la solidaridad social.»

El avance de la división del trabajo se manifiesta por un aumento de la densidad o dinámica social, es decir, por un incremento de las interacciones sociales entre los miembros de una sociedad. También se refleja en el aumento de su volumen, mediante el crecimiento de la población. La división del trabajo permite a Durkheim distinguir entre dos grandes tipos de sociedades: una sociedad «diferenciada,» moderna, con solidaridad orgánica (constituida «por un sistema de órganos diferentes, cada uno de los cuales cumple una función especial, y que en sí mismos están formados por partes diferenciadas»), y una sociedad no diferenciada, o levemente diferenciada, constituida por la repetición de segmentos similares y homogéneos, con solidaridad mecánica.

Para estudiar las diversas formas de solidaridad generadas por la división del trabajo, Durkheim destaca la necesidad de interesarse en el sistema de las reglas jurídicas. Su demostración consistirá, después de distinguir dos grandes tipos de sanción, en establecer el vínculo de estas con los tipos de sociedades. En una sociedad no diferenciada, la ley es por naturaleza represiva, ya que la violación de un acuerdo colectivo por un individuo no es más que el incumplimiento de las creencias comunes a todos los miembros de la colectividad. Aquí, el acto «es criminal cuando ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva.» La sanción es represiva con el fin de asegurar la majestad de la ley. Inversamente, en una sociedad diferenciada, la ley tiende a ser rehabilitadora, es decir, a limitarse a restaurar el perjuicio específico provocado por la transgresión. En efecto, debido a la diferenciación social, las reglas solo rigen ámbitos particulares de acción y, en consecuencia, una transgresión no impacta las creencias comunes de todo un grupo, sino solo un campo particular de acción. La pena entonces no tiene por función más que restablecer las relaciones perturbadas a su forma normal.

Los dos tipos de sociedad se basan en formas diversas de solidaridad. La primera se basa en una «conciencia colectiva» en el sentido fuerte del término, en un conjunto organizado de creencias y sentimientos comunes a todos los miembros de un grupo. Esta conciencia puede abarcar de manera completa la conciencia de cada individuo. La segunda, en cambio, se basa en la constitución de personalidades individuales, capaces de intervenir solo en esferas de acción propias a cada una de ellas. «Es necesario, por lo tanto, que la conciencia colectiva deje al descubierto una parte de la conciencia individual.» En otras palabras, la diferenciación social está en la génesis de la concepción que Durkheim tiene del individuo moderno. Desde «La división del trabajo social,» Durkheim insiste en que en la sociedad moderna hay una valorización ética positiva de la personalidad individual. Los individuos, como profundiza en «El suicidio,» están forzados a desarrollar su personalidad de manera independiente y responsable, y al mismo tiempo, deben hacer que sus acciones sean compatibles con el desarrollo de otras personas. La división del trabajo social y, en un sentido más amplio, la diferenciación social, son estudiadas por Durkheim principalmente a través de las consecuencias que implican para la integración de la sociedad. Lo que prima en su mirada es la voluntad de detectar las nuevas formas de interdependencia entre los individuos.

La anomia o la patología de la modernidad

La diferenciación social plantea el problema del orden social y de las solidaridades. Por ello, Durkheim presta especial atención a las diferenciaciones sociales anormales o patológicas que resultan en una falta de solidaridad y regulación moral. A pesar de los temores, muy reales y significativos, que Durkheim tenía respecto a estas patologías, nunca dejó de creer que la división del trabajo, al estar inevitablemente acompañada de nuevas formas de colaboración, generaba una forma de solidaridad.

Para simplificar, podemos agrupar las diferentes formas patológicas que Durkheim identifica en las sociedades modernas bajo el término «anomia», aunque esta noción presenta dos facetas muy distintas. En su primera caracterización de la anomia en «La división del trabajo social», Durkheim la atribuye a la falta de una relación prolongada y suficiente entre las diferentes partes de una sociedad, donde «las relaciones, como son escasas, no se repiten lo suficiente como para consolidarse; en cada nueva ocasión hay nuevos tanteos». Su origen, entonces, reside en un proceso «anormal» de división del trabajo social, en el que la solidaridad orgánica no logra cumplir adecuadamente sus funciones.

Sin embargo, en «El suicidio», la anomia no surge de un estado morfológico incompleto de la diferenciación social, sino como resultado de las transformaciones sociales a las que la sociedad moderna parece estar crónicamente expuesta. Esta caracterización es, sin duda, más abiertamente normativa que la anterior, ya que designa un estado de confusión respecto a los fines mismos de la acción social. La anomia representa el desmoronamiento de la legitimidad de los fines de la acción, basada en preacuerdos normativos. Las pasiones personales ya no logran ser reguladas por la sociedad tras las perturbaciones que atraviesan el orden colectivo. Los deseos humanos, ilimitados por naturaleza, se desatan y se manifiestan como «un abismo sin fondo que nada puede colmar» cuando ya ninguna potencia reguladora domina las necesidades morales de los individuos. El acuerdo «preestablecido» entre los deseos individuales y las posibilidades sociales vinculadas a cada posición social se desajustan. «Sucede que ellos (los individuos) no se ajustan a su condición». Este estado de efervescencia social es constante, observa Durkheim, en el mundo del comercio y de la industria, tanto en lo alto como en lo bajo de la escala social, donde «las codicias son provocadas sin saber dónde instalarse definitivamente»; las metas de los hombres van entonces infinitamente más allá de lo que pueden razonablemente alcanzar. La anomia es, de hecho, el «mal del infinito».

Se ha dicho que esta evolución del pensamiento de Durkheim hacia elementos más normativos reflejaba una crisis intelectual y una insatisfacción respecto a su primera respuesta al problema de la integración de la sociedad. Sin embargo, en una lectura que busca acentuar la unidad de su problemática, se puede reconocer en su pensamiento la constante presencia de estos dos órdenes analíticos. Aunque dejó de hablar en estos términos de la diferenciación social desde finales de la década de 1890 y aunque no utilizó más el término «anomia», más allá de la fortuna histórica de este concepto y su peso en su pensamiento, es cierto que nunca dejó de pensar en el problema que la diferenciación social plantea al individuo moderno.

Desafíos modernos

Antes de abordar las respuestas que Durkheim propone, es necesario hacer una pausa para considerar su concepción particular de la vida social en la sociedad moderna, profundamente marcada por la idea de distancia matricial. Los individuos, después de ser constituidos por la modernidad, están siempre expuestos a experimentar una multitud de fenómenos de inadecuaciones sociales. Esta es, ciertamente, la lección más importante del estudio que Durkheim dedica al suicidio. Los tres tipos de suicidio que aborda extensamente en su obra (y se puede añadir sin problema un cuarto tipo más furtivo) pueden interpretarse fácilmente, aunque de diversas maneras, como consecuencia de una discordancia entre una situación social y un actor individual.

Dos de estos tipos de suicidio están más o menos directamente relacionados con las dos formas de solidaridad que explican la diferenciación social. El suicidio egoísta aparece como una patología de la solidaridad orgánica. Este tipo de suicidio varía inversamente al grado de integración de los grupos sociales a los que el individuo pertenece. El pensamiento de Durkheim vacila entre dos tipos de explicaciones. La primera enfatiza la dimensión normativa de este tipo de suicidio. Así, la interpretación del mayor número de suicidios entre los protestantes se basa en su actitud más indulgente hacia la libertad y la responsabilidad individuales en la religión: «la inclinación del protestantismo por el suicidio está en relación con el espíritu de libre examen que anima a esta religión.» La segunda explicación insiste más en los elementos propiamente morfológicos, como el número de vínculos sociales que atan al individuo a los grupos. El vínculo entre el suicidio y las situaciones familiares se explica en función de la densidad de estos vínculos, ya que «el estado de integración de un conglomerado social no hace más que reflejar la intensidad de la vida colectiva que circula dentro de él,» y esta depende de la actividad y continuidad de comercio entre sus miembros. En resumen, el suicidio egoísta resulta de una falla de la integración que el individuo puede padecer en una sociedad diferenciada con solidaridad orgánica.

El suicidio altruista, por otro lado, aparece como el resultado de un conflicto entre los principios de la conciencia colectiva propia de la solidaridad mecánica y las exigencias de la vida en una sociedad diferenciada con solidaridad orgánica. El ejemplo del ejército es sintomático en este aspecto. Cerrado en sí mismo, el ejército exige una fuerte subordinación de los individuos a los valores colectivos de la organización, y su desestabilización puede llevar a algunos de sus miembros al suicidio. Esta desestabilización no es producida internamente por una diferenciación creciente, sino que puede interpretarse como la oposición entre un fuerte sentimiento de disciplina organizacional y la valorización social amplia del individuo en la modernidad. Esta forma de suicidio refleja bien la mezcla del pasado y el presente en la representación que Durkheim propone de la vida moderna. Así, afirma que «es el suicidio de las sociedades inferiores que sobrevive entre nosotros porque la moral militar es en sí, en ciertos aspectos, una sobrevivencia de la moral primitiva.»

El suicidio anómico introduce una variante importante. Al constatar que la tasa de suicidio es la misma en períodos de crisis económica y de crecimiento, Durkheim concluye que la causa de este tipo de suicidio proviene de la brusca confrontación de los individuos con situaciones inhabituales. Cuando se rompe el acuerdo implícito entre los medios de los que disponen los individuos y los fines hacia los cuales estos son habitualmente dirigidos, se entra en una fase de confusión y desorientación. Esto indica hasta qué punto es determinante, en esta concepción, la definición socialmente consensuada de los fines. Una definición que no puede ser garantizada solo por la coacción. El acuerdo entre estas dos dimensiones, afirma Durkheim, debe ser asegurado por una autoridad moral reconocida por los actores. La desestabilización de estas definiciones comunes de los fines es lo que conduce al desequilibrio personal e incluso al suicidio.

La estrategia dual

Para Durkheim, la modernidad introduce una ruptura en un mundo cerrado y, a menos que se encuentre otro principio de equilibrio, las sociedades con solidaridad orgánica se enfrentan a una serie de peligros. Por ejemplo, las representaciones colectivas se multiplican en la modernidad, y la vida social se expande en todos sus aspectos, dejando al individuo sin «una percepción suficientemente fuerte para sentir la realidad. Como no tenemos lazos suficientemente sólidos ni cercanos, todo esto nos da la impresión de no tener nada y de flotar en el vacío, una materia medio irreal e indefinidamente plástica.» Esta es precisamente la función que Durkheim parece atribuir a la reflexión en la modernidad. La ruptura de las creencias tradicionales se traduce en la pérdida de eficacia de las ideas y sentimientos inconscientes que usualmente gobiernan las conductas humanas. El pensamiento y la conciencia iluminada, es decir, la reflexividad social del actor, «solo se despiertan a medida que se desorganizan las costumbres completamente estructuradas.»

El problema de las relaciones entre un proceso creciente de diferenciación social y los mecanismos que permiten asegurar la integración de la sociedad es, ante todo, moral en el sentido profundo del término. Esta cuestión es especialmente moral dado que Durkheim muestra una fuerte hostilidad hacia el pensamiento utilitarista y las teorías biológicas o hereditarias. Rechaza la idea spenceriana de una posible integración de la sociedad mediante el «acuerdo espontáneo de los intereses individuales» y refuta la reducción de la sociedad a un mero efecto de agregación de conductas, donde «la sociedad no sería más que la puesta en relación de individuos que intercambian los productos de su trabajo sin que ninguna acción propiamente social venga a regular este intercambio.» En cambio, Durkheim insiste en los elementos no contractuales presentes en todo contrato, buscando siempre el cemento de la sociedad en un conjunto compartido de creencias y sentimientos comunes. Aunque afirma repetidamente que «toda sociedad es una sociedad moral,» la manera en que interpreta la integración de esta entidad moral sui generis refleja profundas divisiones.

Durkheim enfrenta el desafío de elegir entre dos posibles respuestas. Por un lado, parece tentado a afirmar que solo una sociedad gobernada por una solidaridad mecánica se integra mediante una conciencia colectiva. En este caso, se trata de encontrar otros criterios de integración para una sociedad con solidaridad orgánica, y Durkheim los encuentra en el incremento de la dependencia del individuo moderno hacia los otros. Por otro lado, también es posible observar en su pensamiento un desplazamiento hacia la afirmación de la existencia de una conciencia colectiva en todas las sociedades. El sociólogo debe entonces explicar la naturaleza profundamente diferente de esta conciencia según los tipos de sociedades estudiadas. Por ejemplo, el culto al individuo en la modernidad puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, remite al fundamento normativo de la sociedad moderna, donde la persona humana se convierte en la cosa sagrada por excelencia. Por otro lado, el individuo mismo se constituye tras el surgimiento de la diferenciación social, y su individualidad solo aparece como una consecuencia de la morfología compleja propia de una sociedad diferenciada. En Durkheim, estos dos procesos operan simultáneamente: a medida que las sociedades se tornan más complejas, el trabajo se divide, las diferencias individuales se multiplican y llega un momento en que ya no hay nada en común entre todos los miembros de un mismo grupo humano, excepto el hecho de que todos son hombres. En estas condiciones, es inevitable que la sensibilidad colectiva se aferre con todas sus fuerzas a este único objeto que le queda y le confiera un valor incomparable.

La tensión es constante y constitutiva del pensamiento de Durkheim, y sería un error privilegiar unilateralmente una respuesta en perjuicio de la otra. Históricamente, se podría afirmar tendenciosamente que Durkheim dio más peso a los elementos normativos. Sin embargo, una lectura unilateral ignora otros elementos que destacan las dimensiones materialistas de la integración social. La reducción de Durkheim a una sola de estas respuestas mutila la comprensión de su obra y su legado analítico.

La dicotomía fundacional del pensamiento durkheimiano sobre la modernidad revela la imbricación entre la integración normativa y la integración morfológica. Esto explica sus fluctuaciones entre estas dos concepciones. Por ejemplo, para Durkheim, la función integradora de la religión es tanto normativa como material, ya que su fuerza proviene de una «disciplina fuerte y minuciosa que somete la conducta y el pensamiento.»

Durkheim busca redefinir la relación entre el individuo y la sociedad en la modernidad tras la diferenciación social. Las oposiciones en su pensamiento y lenguaje reflejan la distancia matricial, cargada de una búsqueda realista de la naturaleza del individuo y la sociedad, y de su integración. Esta búsqueda explica mejor que cualquier otra evolución de su pensamiento, el sentido último de sus oscilaciones. Así, se puede afirmar que la preocupación central de la obra de Durkheim es encontrar una solución al problema de la anomia en las sociedades modernas. Su especificidad radica en ofrecer una respuesta al vínculo problemático entre la diferenciación y la integración mediante una estrategia dual que enfatiza la imbricación de la dimensión normativa y la dimensión material de la vida social. Durkheim, probablemente el sociólogo clásico más perturbado por el problema de la integración moral de la sociedad y el desajuste entre los individuos y las exigencias del orden social, testifica en su obra sobre la distancia matricial de la modernidad bajo la forma de una imbricación problemática entre lo normativo y la materialidad, entre la conciencia y la estructura social.

Para Durkheim, los individuos, después de ser constituidos por la modernidad, siempre están expuestos a experimentar una multitud de fenómenos de inadecuaciones sociales. Para remediar esto, busca más allá, y a veces a través de postulados metodológicos que apuntan a fundar una ciencia positiva, la materia de lo social, sus resistencias y su objetividad última, sobre la cual poder asentar su textura, sus formas simbólicas y las diferentes capas de representaciones colectivas. El lenguaje de Durkheim está, por una parte, colmado de categorizaciones físicas o biológicas, a menudo metafóricas, que utiliza para subrayar este aspecto de las cosas, y por otra parte, cruzado por alusiones a categorías psicológicas que a veces dejan entrever, más allá de sus intenciones, la existencia de una supraconciencia colectiva. Su definición de los hechos sociales como «maneras de actuar, pensar y sentir, exteriores al individuo y que están dotadas de un poder de coerción en virtud del cual se imponen,» subraya esta dualidad esencial de lo social: normativa y material; normativa porque proviene de elementos morfológicos, y material en la medida en que opera bajo la forma de imposiciones morales. Aunque se puede detectar la primacía temática de una u otra dimensión, Durkheim insiste en la imbricación estrecha entre ambas.

De la morfología y de las normas

Durkheim busca una respuesta objetiva y material al problema de la cohesión social. En este sentido, no hay una evolución en su pensamiento hacia una primacía exclusiva de elementos subjetivos y normativos. Por el contrario, Durkheim siempre persigue hechos objetivos en los que fundamentar estos elementos. Aunque reconoce la importancia de la interiorización de las reglas sociales por los actores y la especificidad de esta causalidad simbólica en la vida social, nunca se desprende completamente de su deseo de encontrar un criterio más objetivo y material de coacción, más allá del simple conocimiento de las reglas por parte del actor.

El bien por el mal: la respuesta mediante la diferenciación social misma

La primera gran respuesta de Durkheim es encontrar en el propio proceso que conduce al quiebre de la conciencia colectiva el principio preponderante de integración de una sociedad diferenciada. La división del trabajo crea por sí misma la solidaridad. En otras palabras, y como es frecuente en el pensamiento sociológico de la modernidad, el bien esencial se manifiesta a través del mal aparente. La división del trabajo produce la integración de la sociedad no tanto mediante elementos normativos, sino a través de la sinergia creada por elementos morfológicos. Por esta razón, Durkheim insiste en los factores de densidad social. La diferenciación de las funciones acentúa la interrelación y, por lo tanto, la codependencia entre los individuos. La sociedad diferenciada rompe el aislamiento de los grupos sociales, alejando a la estructura social de una morfología segmentaria. Este proceso depende de la densidad material de la sociedad, es decir, del aumento del número de individuos y, consecuentemente, del volumen de intercambios a los que se someten en una sociedad de este tipo. En esencia, es el incremento de la población lo que impulsa la diferenciación social. La presión creciente asociada a un mayor número de individuos lleva, según Durkheim, a un endurecimiento de la lucha por la existencia. La respuesta funcional de la sociedad a esta presión es la división del trabajo, la inserción de los individuos en campos de acción diferenciados, lo que reduce la competencia entre ellos (ya que cada individuo compite solo con aquellos en su mismo campo de acción) y enfatiza las necesidades recíprocas. Durkheim concluye que «la división del trabajo es, por lo tanto, un resultado de la lucha por la vida: pero es un desenlace suavizado de esta».

Aunque Durkheim prevé diversos procesos patológicos y conflictos de clases, considera estos fenómenos como estados transitorios, en los cuales la división del trabajo social aún no ha generado las normas morales necesarias. En este punto, Durkheim se distancia profundamente de Marx. A lo largo de su vida, Durkheim se convence del carácter integrador de la división del trabajo, mientras que Marx está convencido de sus efectos disolventes. Además, Durkheim interpreta las crisis de integración en la sociedad francesa del fin del siglo XIX como consecuencias pasajeras de una insuficiente coordinación moral de los individuos. Desde esta perspectiva, Durkheim es un pensador moderno, ya que identifica la liberación humana con el proceso estructural de la diferenciación social.

Durkheim también reconoce una causa secundaria de la división del trabajo en la creciente indeterminación de la conciencia colectiva en una sociedad diferenciada. Sin embargo, no abandona los mecanismos materiales, morfológicos e incluso mecánicos en la integración de la sociedad. Las normas nunca son suficientes por sí solas, y la certidumbre sobre la profundidad del problema de la integración de una sociedad diferenciada le impide confiar plenamente en una respuesta normativa. Los trastornos que vive Francia en este período le prohíben este optimismo normativo, aunque a veces parece tentado por él.

Las corporaciones profesionales y el socialismo

La importancia que Durkheim otorga a las corporaciones profesionales se interpreta en este contexto. Debido a la diferenciación social, ni la familia ni el Estado pueden cumplir adecuadamente la función de integración. La familia, demasiado restringida en sus quehaceres, no puede vincular suficientemente al individuo con el grupo social. El Estado, aunque tiene una función delegada, está demasiado alejado del individuo para garantizar su apego a la sociedad. Entre estos dos extremos, Durkheim ve en las corporaciones profesionales la solución. «La corporación tiene todo lo necesario para sacar al individuo de su estado de aislamiento moral y, dada la insuficiencia actual de otros grupos, es la única que puede cumplir con este indispensable oficio».

Para Durkheim, las corporaciones tienen una función de regulación normativa y de integración morfológica. La mera acentuación de la dimensión normativa haría de la sociedad un conglomerado poco integrado de grupos con modelos normativos herméticos. La sola afirmación de la dimensión morfológica no permitiría comprender el suplemento moral de integración que Durkheim cree detectar en ellas para contrarrestar la anomia social. Durkheim distingue cuidadosamente estas corporaciones de los sindicatos, cuya función es menos la reivindicación egoísta y más el acometido de una tarea colectiva en calidad de organizaciones públicas dedicadas al bien común.

De manera similar, Durkheim analiza el socialismo, distinguiéndolo del comunismo. El socialismo, para él, es una doctrina política que solo puede desarrollarse cuando la sociedad está suficientemente diferenciada y posee un aparato gubernamental capaz de asegurar la integración de una sociedad compleja. El socialismo busca la incorporación de las funciones económicas a los centros directores y conscientes de la sociedad, regulando las actividades económicas. Durkheim sostiene que el equilibrio social no puede lograrse solo a través de la satisfacción económica, ya que «no se logrará aplacar los apetitos provocados, porque estos tomarán nuevas fuerzas a medida que se les sacie».

Estas respuestas intentan encontrar en la morfología de la diferenciación social de las sociedades modernas las soluciones al problema de la integración. Sin embargo, no buscan una base material que garantice, por sí sola, la integración de la sociedad. Siempre es necesario agregar una base moral, aunque estas nuevas formas de moralidad se arraigan y adquieren forma a partir de las estructuras sociales.

De las normas y de la morfología

La segunda respuesta de Durkheim enfatiza en gran medida, al menos al principio, la dimensión normativa de la integración social, ya sea a través del proceso de socialización o como un cuerpo de valores inherentes a una sociedad. En ambos casos, es la eficacia simbólica la que parece asegurar la unidad de la sociedad. Las normas definen los objetivos del actor, delimitando la infinita fragmentación de opciones a las que estaría enfrentado sin ellas. De este modo, no solo es gobernado externamente mediante coacciones, sino que también es guiado por un sistema de normas comunes. Sin embargo, Durkheim se cuida de desvincular este recurso incrementado a las normas de toda base material.

La educación

Esta tensión es particularmente evidente en relación con la escuela y la función que Durkheim atribuye a la socialización. Toda sociedad dispone de un conjunto de ideas colectivas o valores comúnmente compartidos, sobre los cuales se basa la integración social y que deben ser transmitidos a las generaciones jóvenes. Durkheim insiste en el carácter unitario de este modelo cultural: “Cada sociedad, en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de educación que se impone a los individuos con una fuerza generalmente irresistible”. Una sociedad, cualquier sociedad, necesita por ende la educación: “Si se valora la existencia de la sociedad […] es necesario que la educación garantice entre los ciudadanos una suficiente comunidad de ideas y sentimientos, sin la cual toda sociedad es imposible”.

Lo que especialmente interesa a Durkheim es la función que la educación puede desempeñar en una sociedad moderna y respecto a la creciente diferenciación social. La morfología de la sociedad moderna parece dictar el perfil del ideal de hombre que le corresponde. Dado el grado de diferenciación social, este ideal solo puede ser altamente abstracto y general:
Porque cada uno de los grandes pueblos europeos abarca un inmenso hábitat, porque se recluta en las razas más diversas, porque el trabajo está dividido hasta el infinito, los individuos que lo componen son tan diferentes unos de otros que casi no tienen nada más en común, salvo su cualidad de ser humanos en general. Por lo tanto, solo pueden mantener la homogeneidad indispensable para todo consenso social siendo tan semejantes como sea posible en el único aspecto en que todos se parecen: como seres humanos.

Esta tarea es aún más urgente considerando que Durkheim está convencido de que el desarrollo del espíritu, acompañado por una disminución del instinto, obliga a los hombres modernos a aumentar su reflexividad: “Sin duda, sería exagerado decir que la vida psíquica solo comienza con las sociedades, pero es cierto que solo adquiere extensión cuando las sociedades se desarrollan”.

Aunque se puede debatir sobre la función real que Durkheim otorga a la educación como recurso colectivo de reforma moral, sigue convencido de su importancia reguladora para la sociedad: “El hombre que la educación debe formar en nosotros no es el hombre tal como lo ha creado la naturaleza, sino tal como la sociedad desea que él sea; y ella lo desea tal como lo reclama su economía interior”. Sin embargo, esta determinación morfológica no debe hacer olvidar que la sociedad, concebida como un ser moral, está en la fuente de los fines superiores a los cuales los individuos se inclinan.

El interés de Durkheim por la educación debe entenderse tanto en la línea de la Ilustración como a través de su preocupación por la integración social. Su concepción de la educación deriva de una concepción social específica del progreso: la fe en la realización y liberación personales mediante la adquisición del saber. Sin embargo, en su caso, el postulado de la liberación por la educación está subordinado a las necesidades de la integración social. Se trata, ante todo, de transmitir más un espíritu que un conjunto de conocimientos directamente útiles en términos profesionales. Dado que lo esencial es generar el ethos propio de una sociedad diferenciada, la disciplina académica, en su calidad de sistema de coacciones, es tan o más importante que los saberes por transmitir.

Incluso cuando Durkheim examina la naturaleza de los saberes que la escuela debe transmitir, insiste en las necesidades morfológicas de una sociedad. Por ejemplo, la voluntad de ajustar la heterogeneidad de los saberes para constituir un todo está, en su opinión, estrechamente relacionada con el estado de la sociedad en un momento determinado. Es esta la que, cada vez de manera diferente, recrea “la escuela como un medio moral organizado”. Aunque Durkheim distingue claramente un proyecto fundamentalmente educativo de un puro programa de socialización, está convencido de que cada escuela prepara al hombre para su propia sociedad, o más bien para la concepción especial y restringida que esta se hace de su sociedad. La educación, al menos en sus redes más elitistas, no debe subordinarse a la preparación del individuo para una profesión particular, sino que debe poner a cada individuo en condiciones de abordar de manera útil la profesión que elegirá más tarde: la escuela secundaria, “si no los prepara para una profesión determinada, los hace más aptos para prepararse en ella”. Esto muestra hasta qué punto, para Durkheim, la evolución de los programas pedagógicos, más allá de los conflictos entre diversos grupos para controlar la institución académica y de la evolución de los contenidos y métodos según los períodos, depende de la manera en que una sociedad asegura su integración: “Es que, en efecto, como la vida académica no es más que el germen de la vida social, como esta no es sino la continuación del desarrollo de aquella, es imposible que los principales procedimientos mediante los cuales una funciona no se vuelvan a encontrar en la otra”.

En realidad, se trata de un proceso con dos dimensiones. Por un lado, el ideal educativo de una sociedad, encarnado tarde o temprano en un ideal de hombre, depende de la estructura de esta misma sociedad. Por otro lado, este mismo ideal pedagógico apunta a generar individuos autónomos, liberados del peso de la tradición y capaces de independencia de juicio. La ruptura con la tradición obliga a los individuos a un grado creciente de reflexividad moral: “Tal vez esta es la novedad más grande que presenta la conciencia moral de los pueblos contemporáneos: la inteligencia se ha transformado y pasa a ser cada vez más un elemento de la moralidad”. Este doble proceso explica en gran medida la preocupación pedagógica y moral presente en la obra de Durkheim. Escribiendo en medio de una sociedad trastornada por el cambio resultante de la industrialización y la secularización, Durkheim se pregunta ansiosamente cómo es necesario reemplazar la moralidad cristiana para asegurar la integración social a través de una moral laica capaz de animar otro ideal de hombre. Como muchos de sus contemporáneos, coincide con la idea de una disminución de la función de la religión en las sociedades modernas: observa que “hay un número siempre menor de creencias y sentimientos colectivos que son suficientemente colectivos y fuertes como para adquirir un carácter religioso”. De ahí la importancia que concede a la formación moral del niño, que debería permitirle, junto con convertirlo en un miembro de la sociedad, desarrollar, gracias a la ayuda de las reglas, el dominio de sí mismo y la autonomía de su voluntad, la inteligencia de la moral, a cambio de la aceptación racional de las coacciones morales de la sociedad.

La sociedad, al formarnos moralmente, ha instalado en nosotros estos sentimientos que nos dictan de forma imperativa nuestra conducta, o que reaccionan con energía cuando rehusamos acatar sus órdenes terminantes. Nuestra conciencia moral es su obra y la expresa; cuando nuestra conciencia se pronuncia, es la sociedad que habla en nosotros. La educación consiste en hacer que finalmente creamos “que nosotros mismos hemos elaborado lo que se nos ha impuesto desde afuera”.

Sin embargo, esta interiorización completa no debe hacer olvidar el proceso material mediante el cual funciona: “Es mediante la práctica de la disciplina académica que es posible inculcar al niño el espíritu de disciplina”. Nada es más revelador que las páginas que Durkheim dedica a la actitud del docente en la transmisión de la moral. Por un lado, es una persona física insoslayable, que debe encarnar materialmente esta moral; pero, por otro lado, Durkheim insiste en la obligación del docente de suprimirse ante la fuente final de la moral social y su propia autoridad. Intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo, el docente debe presentarlas como el fruto de un poder moral superior a él. Esta idea se basa en la concepción particular que Durkheim tiene de la autoridad moral: “Cuando obedecemos a una persona debido a la autoridad moral que le reconocemos, seguimos sus opiniones, no porque nos parezcan sensatas, sino porque en la idea que nos hemos formado de esta persona hay una energía psíquica de cierto tipo que hace que nuestra voluntad se doblegue en el sentido indicado”. En esta relación, según Durkheim, el niño está en una especie de hipnosis; ser sugestionable por excelencia, el niño es sometido al contagio y la imitación del docente. El tono imperativo del educador al dar órdenes tiene una función no despreciable. Para él, como para casi todo el pensamiento pedagógico clásico, es a través de la palabra y el gesto que el docente va a verter su conciencia (es decir, la sociedad) en la del niño.

La Religión

En su estudio sobre la religión, Durkheim logra esclarecer de manera notable su concepción de la naturaleza de lo social. El análisis del totemismo australiano le sirve de base para desarrollar la especificidad de su visión de la realidad. Esto se refleja claramente en la separación entre lo sagrado y lo profano («siempre y en todas partes concebidos por la mente humana como géneros separados»), una distinción fundamental en su obra. Esta escisión no se impone intrínsecamente, sino que es el resultado de una actitud simbólica que los individuos mantienen hacia ciertos objetos. Los objetos sociales cargan una dimensión simbólica, es decir, un significado y un valor independientes de sus propiedades objetivas y, por lo tanto, arbitrarios por definición. Los objetos o seres específicos que representan lo sagrado están investidos de «poderes indefinidos, fuerzas anónimas, más o menos numerosas según las sociedades, a veces incluso llevadas a la unidad, cuya impersonalidad es comparable a la de las fuerzas físicas estudiadas por las ciencias naturales».

Dado que el origen último de la fuerza religiosa reside en el sentimiento que la colectividad inspira a sus miembros, pero proyectado hacia afuera de ella, cualquier objeto puede cumplir la función de objeto sagrado. Sin embargo, Durkheim se resiste a constituir la sociedad únicamente sobre una ontología normativa. Reconociendo lo arbitrario de toda relación simbólica, no puede evitar cuestionarse sobre el origen material de las representaciones y el sustrato de ciertos símbolos. Busca estos elementos no en la naturaleza del objeto o la acción considerada, sino en la morfología misma de la sociedad. Esto es evidente en su célebre definición de Dios. Una vez establecida la permanencia de lo sagrado en todas las sociedades, incluida la moderna, Durkheim se interroga sobre la realidad material que lo genera. Encuentra esta realidad en la ascendencia moral y la fuerza simbólica de la sociedad misma.

La potencia que se impone a su respeto y que pasa a ser objeto de adoración es la sociedad, cuyos dioses no son más que su forma hipostasiada. La religión es, en definitiva, el sistema de símbolos mediante el cual la sociedad toma conciencia de sí misma; es la manera de pensar del ser colectivo. De hecho, la explicación de Durkheim es un vuelco materialista de una de las pruebas habituales de la existencia de Dios en el pensamiento escolástico: el hecho de que el hombre, ser limitado, tenga la representación de un ser ilimitado y todopoderoso. Como el hombre no puede encontrar el origen de esta representación en sí mismo, debe provenir del exterior, de una fuerza superior a él. Mientras el pensamiento escolástico atribuía esta representación a una creatura divina, Durkheim la sitúa en la sociedad en su totalidad. La conclusión de Durkheim es inapelable: «o no viene de nada en el mundo de la experiencia, o viene de la sociedad». Poco importa la forma precisa, e imaginaria, que adopte esta representación, el proceso que simboliza es de naturaleza real.

El sistema normativo en su mayor grado de abstracción y generalidad, la religión, no es más que una simbolización del grupo social mismo. Aquí, Durkheim encuentra la mejor expresión de su concepción de los hechos sociales: las fuerzas religiosas «son físicas al mismo tiempo que humanas, morales al mismo tiempo que materiales». Rechaza la idea de una desmaterialización completa de la vida social. Para él, a pesar de comprender la materia simbólica de la vida social, esta no puede, en última instancia, remitirse únicamente a una realidad material. «La conciencia colectiva es algo más que un simple epifenómeno de su base morfológica». Una vez constituida la síntesis colectiva, surge «todo un mundo de sentimientos, ideas e imágenes que obedecen a leyes propias». Es de la materialidad del ser conjunto que emerge el flujo de fuerzas psíquicas que se añaden a lo real, y a través de dicho flujo, la sociedad se crea y se recrea periódicamente.

Las representaciones colectivas son obra de la sociedad, dependientes de su morfología y, al mismo tiempo, capaces de imitar «la naturaleza con una perfección creciente». Esta relación va más allá del fenómeno religioso. Durkheim sostiene que existe un vínculo entre la organización de los hombres en grupos y la clasificación de las cosas. La estrecha dependencia de las representaciones colectivas, incluidos los primeros sistemas lógicos, con la estructura morfológica de la sociedad, es para él una evidencia: «es la sociedad la que ha producido la trama sobre la cual ha trabajado el pensamiento lógico». Pero si las representaciones colectivas expresan realidades colectivas, es mediante prácticas rituales que la sociedad logra mantener ciertos estados mentales y recrear periódicamente su ser moral propio. Esta necesidad implica movimientos de dispersión y congregación según las necesidades. Durante estas reuniones, se liberan fuerzas que actúan de manera invisible sobre los individuos, explicando la permanencia de las prácticas de culto y fortaleciendo los vínculos entre los fieles y su Dios, acercando al individuo a la sociedad.

Especialmente, durante grandes desestabilizaciones colectivas, como las revoluciones, las interacciones sociales se vuelven más frecuentes y activas, generando épocas particularmente creativas. Esto puede llevar a actos extremos de heroísmo o barbarie, transformando la vida tranquila de cualquier individuo en un sobresalto moral y una exigencia de superación personal. En la experiencia y el ritual del duelo, Durkheim muestra de manera sensible la naturaleza de esta fuerza colectiva: «Lo que está en el origen del duelo es la impresión de debilitamiento que siente el grupo al perder a uno de sus miembros, una impresión que lleva a los individuos a acercarse y asociarse a un mismo estado de ánimo, generando una sensación de consuelo que compensa el debilitamiento inicial». Este fragmento transmite una comprensión íntima del sufrimiento individual y el consuelo colectivo, ilustrando cómo Durkheim asocia la emoción y la naturaleza del vínculo social a la realidad de la copresencia corporal de los individuos.

La esencia de la moralidad que funda la sociedad, Durkheim la encuentra primero en la morfología social, en el volumen y la densidad de las relaciones individuales, y en su movilidad. Luego, como en una síntesis química, emergen nuevas propiedades con una realidad superior a la de las partes de las que provienen: «Los sentimientos privados se vuelven sociales al combinarse bajo la acción de fuerzas sui generis desarrolladas por la asociación». Estas combinaciones y alteraciones mutuas transforman los sentimientos en algo diferente, ligado estrechamente al sustrato morfológico pero independiente de él. Tal es la esencia de la moralidad. Se puede trazar una frontera entre representaciones colectivas más o menos dependientes del sustrato social y otras más autónomas, generadas a partir de otras representaciones colectivas más que de características específicas de la estructura social. Estas últimas se hacen independientes de la realidad, adquiriendo una ubicuidad que las libera de determinaciones materiales estrictas. Se transforman en «realidades parcialmente autónomas que viven por sí mismas, capaces de convocarse, repelerse y formar síntesis determinadas por sus afinidades naturales y no por el estado del medio en el que evolucionan». Verdaderos productos sociales de segundo grado, implican leyes específicas de ideación colectiva. En una sociedad moderna, la relación entre las representaciones colectivas y el sustrato material es más compleja que en una sociedad poco diferenciada.

La realidad social parece tener una consistencia propia, una materialidad definida por la relación del individuo con las reglas sociales, especialmente bajo forma de obligación moral, que debe mantener mediante ritos. La distancia matricial de la modernidad parece desvanecerse aquí, ya que la objetividad de la vida social descansa en elementos subjetivos. La realidad objetiva de la sociedad se define no por un mundo exterior, sino por criterios y actitudes prácticas a través de los cuales se despliega la vida social, imbricadas con la morfología del vínculo social.

La concepción de Durkheim sobre la sanción refleja esta tensión en su pensamiento. Más allá de la diversidad de sanciones, siempre hay un elemento externo de coacción y un elemento normativo. La sanción no se define completamente ni por criterios objetivos ni subjetivos. Durkheim destaca la función de las sanciones en el mantenimiento del orden social. Para él, la sanción es simbólica: «Castigar no es torturar a otro; es afirmar la regla que la falta ha negado». La pena debe menos corregir al culpable que renovar la confianza de la sociedad en sus reglas, una confianza simbólica que necesita la coacción física.

Durkheim nunca creyó completamente que la integración social pudiera derivar solo del hecho de compartir un sistema común de valores. En una sociedad desestabilizada por la modernización, nunca confió plenamente en la regulación normativa. Siempre incluyó elementos de coacción provenientes de la morfología de las relaciones sociales. Esta reticencia refleja la duda radical de Durkheim sobre las normas. Su inquietud por la anomia, el egoísmo y el desorden en la sociedad moderna le hizo buscar una respuesta más sólida para la integración social. Su voluntad de encontrar una respuesta a la integración a través de las normas sociales debe entenderse en su doble significado intelectual: como una de las grandes invenciones de la sociología y como una nostalgia por un orden moral. Esta tensión en su pensamiento refleja su concepción trágica de la sociedad. A pesar de dar una visión optimista sobre la capacidad de la sociedad para autoregularse y generar moralidad, Durkheim no deja de reconocer las dificultades inherentes a este proceso. Su noción de anomia, el estado de falta de normas, refleja su preocupación por la fragilidad de las estructuras sociales frente a cambios abruptos y desestabilizadores.

A medida que la sociedad se vuelve más compleja y diferenciada, la cohesión social ya no puede depender únicamente de la solidaridad mecánica, basada en similitudes. En cambio, debe apoyarse en la solidaridad orgánica, que surge de la interdependencia y la división del trabajo. Sin embargo, esta transición no está exenta de problemas. La creciente especialización y individualización pueden llevar a un debilitamiento de los vínculos sociales, haciendo que los individuos se sientan desconectados y desarraigados.

Durkheim reconoce que en una sociedad moderna, la regulación normativa por sí sola no es suficiente para mantener la cohesión social. Es necesario un equilibrio entre la integración normativa y la cohesión material, es decir, entre las reglas y normas compartidas y la estructura concreta de las relaciones sociales. La coacción, en su forma de sanciones y regulaciones, juega un papel crucial en este equilibrio, asegurando que las normas sean respetadas y que el orden social se mantenga.

En última instancia, la visión de Durkheim sobre la sociedad es profundamente ambivalente. Por un lado, cree firmemente en la capacidad de la sociedad para generar moralidad y cohesión a través de sus instituciones y rituales. Por otro lado, es consciente de las fuerzas centrífugas que pueden desintegrar la cohesión social, especialmente en tiempos de cambio y crisis.

Esta tensión se refleja en su enfoque de la religión. Aunque Durkheim ve la religión como una expresión de la conciencia colectiva y una fuerza unificadora, también reconoce que en una sociedad secularizada, las instituciones religiosas tradicionales pueden perder su influencia. Esto plantea la cuestión de qué nuevas formas de religión civil o secular pueden surgir para cumplir las mismas funciones integradoras.

Durkheim no ofrece una respuesta definitiva a este dilema. Sin embargo, su análisis de la religión y la moralidad en la sociedad moderna proporciona una base para comprender los desafíos y las oportunidades de la cohesión social en un mundo en constante cambio. Al enfatizar la importancia de la estructura social y las representaciones colectivas, nos invita a reflexionar sobre las maneras en que las sociedades pueden reconstruir y mantener su cohesión en un contexto de creciente diversidad y complejidad.

Marco Antonio
Marco Antonio
Marco Antonio (Antonee Kiu) es un Analista de Sistemas con una profunda pasión por la fotografía y el diseño gráfico. Su talento para crear impactantes obras visuales lo ha llevado a fundar Gooova Studio, donde, además de ser redactor, canaliza su experiencia y creatividad para ofrecer soluciones innovadoras.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Join Bluesky

Bluesky