Muchas veces he sido víctima de un crimen silencioso, pero no menos grave: la falta de respeto y consideración hacia el derecho sagrado de los audífonos. Estoy hablando de esas ocasiones en las que, ya sea caminando por la calle, sentado en un parque, o incluso en la comodidad de mi hogar, parece que algunas personas no captan la indirecta universal que envía el acto de llevar audífonos: “No molestar, estoy en mi burbuja personal”.
Para mí, ponerme los audífonos es lo más cercano a erigir un fuerte impenetrable alrededor de mi espacio personal. Es mi manera de decir: «Este es mi tiempo para música, podcasts o incluso el glorioso sonido del silencio». Básicamente, es mi forma de poner un cartel imaginario que dice: “Cerrado por reparaciones emocionales”.
Pero, oh, cuán a menudo este mensaje es ignorado. De repente, ahí están: los intrépidos invasores del espacio personal. Se acercan, me hablan como si estuviera ansioso por escucharlos o, en casos más extremos, me tocan el hombro o agitan una mano frente a mi cara. Porque, claro, ¿qué mejor manera de comunicar algo que con un ataque sorpresa?
Estas interrupciones no son simplemente molestas; son como si alguien entrara a tu cuarto, prendiera la luz y gritara: “¡Hora de conversar!” mientras tú estás claramente en modo zen. La invasión es tan abrupta que siento que deberían llevarme flores de disculpa por haber roto mi momento de paz.
Así que, por favor, si ves a alguien con audífonos, respétalo. Porque detrás de esos auriculares no solo hay música, sino una persona que realmente, pero realmente, solo quiere que el mundo lo deje en paz… al menos por un ratito. Pero si hay casos en donde es una emergencia, entonces no olvides mojarlo con un vaso de agua fría.